sábado, 16 de fevereiro de 2008

Belém: Capela de Santa Elena


En el mes de noviembre de 2007 ha concluido, finalmente, la restauración de la capilla de Santa Elena, adyacente al complejo de la Basílica de la Natividad. La capilla, desconocida para la mayor parte de peregrinos y visitantes, está construida en la base del campanario que los arquitectos cruzados adosaron a la fachada de la basílica de la época bizantina que, única entre los edificios de Tierra Santa de esa época, llegó prácticamente indemne hasta el siglo XII.
Lo mismo que las paredes y columnas de la Basílica, que fueron decoradas con mosaicos y pinturas "AD INCAUSTO", también la capilla de Santa Elena fue decorada con frescos, de los que algunas ristras han permanecido hasta nuestros días. En 1948, con ocasión de la restauración del vecino claustro cruzado del monasterio de los Agustinos, que fue convento de los Franciscanos de la Custodia de Tierra Santa, el arquitecto Antonio Barluzzi y el Padre Bellarmino Bagatti, que seguía los trabajos, en calidad de consultor arqueólogo, decidieron restaurar, también, las pinturas de la capilla de Santa Elena. En 1950 se confió la obra al pintor C. Vagarini, que hizo cuanto era posible hacer con la técnica de ese momento para dar vida al ciclo figurativo, muy problemático, que quedaba sobre la pared oriental, menos expuesta a la humedad.
De nuevo, se puede admirar en ese muro la gran escena de la Diesis, con Jesucristo sentado en el trono, bendiciendo con su mano derecha y con el Evangelio en la izquierda en medio, entre la Virgen María y San Juan Bautista. En el intradós del arco, observamos la escena de la “Etimasia” con el trono preparado para el juicio con el Evangelio y dos cruces entre dos santos, de pie. A un lado, en lo alto, se figura a un santo con la mano alzada con gesto de bendecir, seguido, en la pared oriental del intradós septentrional, por la Virgen en un trono con el Niño, entre dos santos. Había otros cinco santos admirablemente pintados en el intradós del arco meridional. Falsos mármoles y ropajes decoraban el zócalo de la pared. Está descrito por el Padre Bagatti en una obra, publicada en Jerusalén en 1952, dedicada a los antiguos edificios sacros de Belén, con eruditas referencias tanto al pintor que decoró las columnas de la Basílica, como al autor de los ciclos de frescos conservados sobre las paredes de la iglesia, contemporánea, de San Germán de Abu Gosh.
Tras cincuenta años de distancia desde aquella intervención hasta nuestros días, las señales volvían a empezar a desvanecerse. El Padre Justo Artaraz, guardián del convento de la Natividad, tomó la decisión de ampliar la capacidad de la capilla para permitir que un grupo numeroso de peregrinos pudiera participar en la Eucaristía en un espacio sacro contigua a la Basílica, cuando los demás espacios están ocupados. Ésta ha sido la ocasión propicia para una segunda restauración de las pinturas y para intervenir arquitectónicamente que, respetando la estructura existente, diese un nuevo aliento litúrgico a la capilla.
La intervención sobre las pinturas ha estado a cargo del Instituto Véneto de los Bienes Culturales dirigido por Renzo Ravagnan. Las pinturas se han repulido a base de una intervención para rebajar o remover el estucado un poco llamativo de la intervención anterior o, en casos extremos, arrancando algún repintado demasiado arbitrario. Una vez consolidado el revoque, se ha pasado al estucado, sobre todo para adecuar los restos de la pintura original con la acoplada el año 1950. Por ello, en la reintegración pictórica, se ha tenido en cuenta tanto la parte original como la precedente restauración, la cual había privilegiado la legibilidad de las figuras, utilizando una tonalidad grisácea. A pesar de las dificultades técnicas, la intervención ha llevado a una lectura clara, desde el punto de vista figurativo, de la pintura, aunque presenta un tono general grisáceo debido a la preponderancia de la integración efectuada por Vagarini.
La restructuración litúrgica de la capilla ha estado dirigida por los arquitectos Luigi Leoni y Chiara Rovati del Centro de Pavía, del que el padre Constantino Ruggeri era el animador. Lastimosamente, el padre Ruggeri no ha podido ver completada esta obra al fallecer en junio de 2007. La intervención no ha afectado a la parte estructural, que había sido puesta en relieve en tiempos anteriores por los arqueólogos.
De las excavaciones arqueológicas y del examen de los muros se concluye que la capilla ubicada en la base del campanario cruzado, fue construida en el período bizantino cercana al nártex de la basílica. Cercanos a la puerta que une la antecámara norte con la capilla, quedan huellas de la franja de tono blanco del mosaico de época bizantina y, sobre la pared meridional de una pieza adyacente, se percibe una puerta bloqueada, sustituida en su tiempo por la que actualmente se usa para entrar en el claustro, que daba directamente al interior de la basílica
Terminada la restauración de los muros y de las pinturas, se ha pasado a la adecuación litúrgica, que ha supuesto la renovación del pavimento con una "balata" antigua que va más a tono con las pinturas murales. El nuevo altar, tallado, lo mismo que las sedes para el celebrante y concelebrantes, de un solo bloque de piedra blanca de Belén, han sido colocados en el centro, cerca del muro sur. Están situados en el eje de los bancos de madera, formando una curva que facilita la participación de los fieles durante la celebración de la Misa. También desde la anticámara es visible el altar.
Son mejoras realizadas en atención a los peregrinos y en espera de condiciones favorables que hagan posible una restauración integral que devuelva a la Basílica de la Natividad su dignidad, hoy un poco deteriorada por negligencia.

Fr. Michele Piccirillo ofm
in http://www.custodia.org/

«E isto muda tudo…»




«Nós vos adoramos e bendizemos, ó Jesus.
Que pela vossa Santa Cruz remistes o mundo».

Assim começamos a Via-Sacra, em plena Via Dolorosa, ajoelhando na calçada diante do lugar onde então se erguia a Fortaleza Antónia onde, diante de Pilatos, Jesus foi condenado à morte. Dali até à Basílica do Santo Sepulcro que guarda em si as últimas estações, percorremos um caminho de passos e memória do que foram os últimos momentos da vida de Cristo, nosso Senhor e nosso Redentor.
O caminho atravessa hoje como então um “souq”, mercado árabe. As tendas deram lugar a lojas que vendem de tudo, as ruas são estreitas e escuras, pejadas de árabes e judeus que se acotovelam numa vozearia feita de gritos de crianças e sons cavos de velhos tendeiros em cantilenas de regateio, tudo envolvido por uma mistura de cheiros a especiarias e cabedais.
Procurando um maior recolhimento preferimos a madrugada, quando o silêncio substitui a confusão do mercado e as ruas estão quase desertas. Ficamos a sós com a memória, lida pausadamente nas passagens dos Evangelhos. Só os nossos passos se ouvem enquanto avançamos, seguindo a cruz.
Por aqui passou Cristo, carregando o madeiro e a humilhação de uma condenação injusta e revoltante…, quem sabe, pisando algumas destas pedras largas e polidas que hoje nos atrevemos a pisar. Esta estranha contemporaneidade, esta ponte com a história, tornam misteriosamente presentes os factos aqui acontecidos há dois mil anos. Se é histórico o facto, é dramaticamente actual a causa da Sua Paixão, porque o nosso pecado permanece a pedir perdão e remissão.
Assim prosseguimos, de Estação em Estação, lembrando outros tantos momentos determinantes daquele caminho: a Condenação; a tomada da Cruz sobre os Seus ombros; os encontros com Sua Mãe, com a Verónica e com as mulheres de Jerusalém; a ajuda forçada de Simão de Cirene e as Suas três “quedas”. A história que lembramos é tão dolorosamente humana que é impossível evitar a comparação com os dramas do nosso tempo sofridos por homens, também eles inocentes, por causa de guerras e genocídios, de fome e miséria. É como se todo o sofrimento do mundo fosse atraído pelo sofrimento de Cristo e a ele se unisse.
Chegados à Décima Estação, estamos à porta da Basílica do Santo Sepulcro, onde contemplamos o “despojamento das Suas vestes”… e entramos. Junto ao Calvário detemo-nos diante da Crucifixão. Eis-nos chegados ao momento mais denso desta caminhada. De olhos fixos na rocha branca onde esteve cravada a Cruz Redentora ouvimos a descrição dos momentos últimos e definitivos: «Tudo está consumado. E, inclinando a cabeça, entregou o espírito.»[1]
Descemos até à Pedra da Unção onde o “Senhor foi descido da Cruz” e preparado para ser sepultado. Há dois mil anos era também uma Sexta-feira, como também neste dia, fazia-se tarde e estava próximo o Sábado. A pressa do Sábado confunde-se com a minha de ver acabado aquele caminho da memória. É curta a distância até ao lugar do Sepulcro, a Sua última morada, como é curto o tempo em que do peso da morte passamos à alegria certa da Ressurreição, pois entramos e beijamos a pedra do sepulcro vazio e é como se ali ouvíssemos a mesma frase do mesmo anjo: «Não vos assusteis! Buscais a Jesus de Nazaré, o crucificado? Ressuscitou; não está aqui. Vede o lugar onde o tinham depositado.»[2]
Tenho que reconhecer que a Via-Sacra sempre foi para mim o gesto de piedade cristã mais penoso, mais difícil, a que adiro, ao contrário de outros, por acto de vontade deliberado. Não me é fácil aceitar reviver momentos tão duros e tão injustos. Não me é fácil o sabor a derrota do justo, a humilhação do inocente ou a vitória da mentira, da vingança e da calúnia. Mas foi aqui em Jerusalém, no silêncio dos meus passos que encontrei um sentido novo para este gesto porque descobri como é bom fazer companhia a este meu Jesus nas horas duras e amargas da Sua Paixão.
Afinal, eu também estou implicado no que então aconteceu, também eu estava na origem e na causa do que ali Ele padeceu. Eu estava no seu Coração, eu era um dos que Ele quis resgatar do pecado e redimir da morte. Objectivamente, a minha salvação passou por aquelas ruas… e esta certeza mudou tudo na maneira como agora vivo as vias-sacras que vou fazendo. Passei de espectador a participante, simultaneamente cúmplice e destinatário deste acontecimento… e isto muda tudo… e isto mudou tudo em mim.

Rui Corrêa d’Oliveira
(in Mensageiro, Março 2008)

[1] Jo 19, 30
[2] Mc 16, 6